
-¡La etenernidad! -exclamó ella con desdén-. ¿De qué te sirve la eternidad si para ello has de renunciar a la vida?
-La eternidad -replicó Todo- es la libertad ansiada por todos aquellos que son esclavos de su cuerpo. Tu amigo lo sabe. Sabe que lo que la Emperatriz le ofrece vale más que una corta vida que pasará alimentándose, durmiendo, envejeciendo y criando a unos hijos que serán tan esclavos como él. Por eso te ha dado la espalda, muchacha. A ti y a todo lo que conoció. Sabe muy bien que el don de la Emperatriz no tiene precio. ¿Qué podrías ofrecerle tú a cambio de la eternidad? ¿Qué puedes regalarle que valga más que la libetad?
Ella montó en cólera. Las palabras de Todo le parecían una sarta de disparates.
-Vivir la vida -dijo-, eso no tiene precio. Quien no haya pasado nunca frío no apreciará el valor de una hoguera. Quien nunca haya llorado no disfrutará de los momentos de risas. Quien no haya pasado hambre no valorará un plato de estofado caliente. Quien no conozca la muerte no sentirá amor por la vida. Los etéreos pierden la capacidad de sentir, de emocionarse. Eso es lo que nos hace amar la vida. Los etéreos buscan una existencia sin límites y al mismo tiempo renuncian a las cosas que valen la pena. Serán eternos, sí. Pero estarán eternamente vacíos. Tú lo sabes -concluyó, con una traviesa sonrisa-. Presumes de ser Todo, pero estás atrapado en una cárcel líquida. Presumes de no sentir necesidades corporales, pero me has robado un beso. Sólo para tratar de recordar qué se sentía al besar a una mujer.
Todo no respondió.
Ella se levantó, segura y confiada, por primera vez en mucho tiempo.
-No eres Todo -le aseguró-. No eres yo. Porque aún poseo un cuerpo que me delimita. Porque tengo una identidad, y porque aún recuerdo mi nombre. Y sé que tú desearías acordarte del tuyo.
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Laura Gallego García. La emperatríz de los etéreos.
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